lunes, 23 de enero de 2012

Nota: ¿Hacia una cooperación empresarial para el desarrollo?

Miguel Romero y Pedro Ramiro*
Las escuelas de negocios y los think tanks empresariales lo han llamado de muchas maneras: “capitalismo creativo”, “globalización inteligente”, “capitalismo consciente”, “desarrollo global 2.0” [1]. Se trata de diferentes nombres con los que, tal y como se recoge en los manuales sobre “innovación social”, consolidar “la visión del mercado como solución, y no sólo como problema”, junto con “la percepción de la empresa como herramienta central de desarrollo, no como agente ajeno y quizás perjudicial” [2]. Y son también distintas formas de referirse a ese renovado esquema de hacer negocios que las grandes corporaciones están diseñando en la actualidad: “Un enfoque con el que los gobiernos, las empresas y las organizaciones sin ánimo de lucro trabajen conjuntamente para extender el alcance de las fuerzas del mercado”, resume Bill Gates [3].

 

Lo  que está en discusión, con todo ello, es el papel central que ha ido adquiriendo el “sector privado” –éste es el eufemismo más empleado en el lenguaje de la cooperación para hacer referencia, sobre todo, a las corporaciones transnacionales– como “agente de desarrollo” en las estrategias de la cooperación internacional. Y es que, según la concepción dominante en estas políticas, tendrán que ser los pilares fundamentales del mercado –empresa, competencia, crédito, riesgo– los que habrán de protagonizar la lucha contra la pobreza. Es la puesta en práctica del modelo que, hace ahora una década, Prahalad caracterizó como “capitalismo inclusivo”: “El compromiso activo de las empresas privadas con la base de la pirámide es un elemento esencial para la creación de un capitalismo incluyente en la medida en que la competencia del sector privado por dicho mercado fomenta la atención hacia los pobres como consumidores y crea opciones para ellos”. Y es también la visión que, en la actualidad, comparten las principales agencias de cooperación y organismos internacionales encargados de configurar la nueva arquitectura global de desarrollo: “Las agencias de asistencia han completado el círculo con su modo de pensar: de la asistencia centrada en grandes proyectos de infraestructura y gasto público en educación y salud, están también pasando a la creencia de que la vinculación con el sector privado es ingrediente esencial en el alivio de la pobreza” [4].

Las grandes empresas, ¿agentes de desarrollo?

“Las empresas forman parte del entorno, son un actor natural de desarrollo. Generan conocimiento técnico, riqueza económica, ocupación… Pero es muy necesario que allá donde actúen, lo hagan sumando sus actividades a las organizaciones que ya estén trabajando en la zona” [5]. Las palabras del director del programa Compromiso y Desarrollo de ONGAWA sirven como ejemplo de la visión que hoy predomina en las organizaciones no gubernamentales de desarrollo, que son el tercer vértice que falta para completar el triángulo del “capitalismo inclusivo”. De este modo, ya no se discute la centralidad de la empresa transnacional como eje fundamental de la actividad económica, puesto que se da por hecho que sirven para el “desarrollo”. Por ello, la mayoría de las propuestas de las ONGD no se orientan hacia el cuestionamiento de los impactos del modelo de desarrollo sino que, por el contrario, se encaminan en la línea de fortalecer las alianzas con el “sector privado”.

En realidad, la situación actual es el fruto de una década de trabajo de los lobbies empresariales para conseguir que en la agenda de la cooperación internacional se haya incorporado la idea del “potencial del empresariado al servicio de los pobres” [6]. Así, instituciones como Naciones Unidas, el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), al igual que muchas de las agencias de cooperación de los países centrales, han hecho suyo el discurso de los “negocios inclusivos” en “la base de la pirámide”. Y buena parte de las ONGD se han sumado a estos planteamientos.

Lejos quedan ya los debates acerca de la “solidaridad de mercado” y sobre la privatización de la cooperación al desarrollo que se produjeron en las organizaciones no gubernamentales a finales de los años noventa [7]. Ahora, en buena parte del mundo de la cooperación se reclama que hay que dejar atrás “viejos prejuicios” y visiones “demasiado ideologizadas” para poder avanzar hacia una cooperación “moderna”: “Adaptemos la agenda, y aprovechemos la oportunidad para avanzar en temas que son relevantes para el desarrollo e interesan particularmente a los gobiernos conservadores, como el rol del sector privado en el desarrollo”, decía la que exdirectora de campañas de Intermón Oxfam al día siguiente de la victoria del Partido Popular en las elecciones generales de 2011 [8]. Es, en fin, una adaptación pragmática a los profundos cambios que se están dando en un sector, el de la cooperación para el desarrollo, que ya nunca volverá a ser el mismo.

Poco parece importar, en esas instancias, el trabajo que se ha venido llevando a cabo desde ciertos sectores de la academia, los centros de estudios y las organizaciones no gubernamentales para documentar las “promesas incumplidas” de las reformas neoliberales y el fracaso de un modelo de desarrollo que a quien realmente ha beneficiado ha sido a los directivos y accionistas de las grandes empresas, sin olvidar a todos esos políticos y empresarios que han atravesado una y otra vez las “puertas giratorias” que interconectan el sector público y el privado. En el caso de las multinacionales españolas, por ejemplo, las investigaciones que han venido realizando distintos observatorios, ONGD y redes de solidaridad [9] han servido para documentar decenas de casos que cuestionan las bondades de esta “vía empresarial hacia el desarrollo” y que son, según el Tribunal Permanente de los Pueblos, “la expresión (a través de un espectro muy amplio de violaciones, de responsabilidades, de imputabilidades) de una situación caracterizada por la sistematicidad de las prácticas que prueban el papel tanto de las transnacionales europeas como de la Unión Europea y de los Estados de América Latina” [10].

“Lamentablemente, estas instituciones y sus publicaciones no hacen análisis integrales de la contribución de estas empresas al desarrollo económico de los países, se limitan a puntualizar las faltas, algunas exageradas, sin mencionar los aspectos positivos”, argumenta por su parte uno de los mayores expertos oficiales en Responsabilidad Social Corporativa [11]. Así, las que han demostrado ser “prácticas sistemáticas” de las grandes corporaciones se convierten, una vez que han pasado por el tamiz de la RSC, en aislados ejemplos de “malas prácticas” de sólo algunas empresas. En el mismo sentido, diversas instituciones académicas y empresariales están haciendo esfuerzos para demostrar “científicamente” la contribución positiva de la inversión extranjera directa, los “negocios inclusivos”, la cooperación financiera y las alianzas público-privadas para el logro de los “objetivos de desarrollo”: “Existen sinergias entre los objetivos comerciales y de desarrollo, en el entendimiento de que la apertura de nuevos mercados y posibilidades de negocio es compatible con la expansión de las oportunidades de los colectivos en situación de pobreza y la provisión de beneficios a estos” [12]. Cualquier cosa parece valer con tal de no cuestionar las raíces de un modelo que, estructuralmente, necesita que existan las desigualdades y las diferencias entre clases sociales para poder continuar con su lógica de “acumulación por desposesión”.

RSC y cooperación, condenadas a entenderse

“Las empresas han hecho un ejercicio interesante y responsable. Se han ido creyendo la RSC”, afirma la secretaria de Estado de Cooperación Internacional, y es por eso por lo que “tenemos que asociar al sector privado en nuestras actuaciones” [13]]. Esto es, de hecho, lo que ya venían reclamando las compañías multinacionales hace tiempo: la Fundación Carolina –institución que en sí misma es uno de los ejemplos más “fructíferos” de alianzas públicoprivadas en el Estado español–, por ejemplo, decía cuatro años atrás que “el auge de la Responsabilidad Social Empresarial en España y la voluntad de empresas españolas de incorporarla en su gestión sugiere que la agencia de cooperación podría vincular las iniciativas de RSE en países estratégicos y trabajar conjuntamente con las empresas españolas para lograr objetivos de desarrollo comunes” [14]. Y desde entonces no han dejado de crecer las voces que demandan una mayor participación de las grandes compañías en las directrices de la cooperación.

A principios de 2010, por poner otro ejemplo, la Comisión de Asuntos Iberoamericanos del Senado recomendaba avanzar en el nexo entre la cooperación al desarrollo y el sector privado: “Algunas empresas reclaman una mayor participación en los programas y fondos de la cooperación española. Aluden a la compatibilidad entre los intereses empresariales y los de la cooperación al desarrollo”, decía la comisión en su ponencia final, incidiendo en que se habrían de “crear vínculos entre la RSC y la cooperación al desarrollo de cara al desarrollo de sinergias entre ambos campos”. Y en diferentes estudios académicos se ha llegado a conclusiones parecidas: “La RSC es a las empresas lo que la cooperación internacional para el desarrollo es a los gobiernos. La primera, como estrategia empresarial, y la segunda, como política pública concertada, están destinadas a entenderse”, escribe el director de la Cátedra de Cooperación de la Universidad de Cantabria [15].

Con todo ello, el paradigma de la “empresa responsable” se configura como la llave que está permitiendo abrir, esta vez parece que de forma definitiva, la puerta del mundo de la cooperación a las grandes corporaciones. No es que antes las empresas no participaran en la cooperación al desarrollo: existen instrumentos para la internacionalización de las compañías españolas con cargo a los fondos de cooperación –es el caso de los créditos otorgados en las últimas décadas a través del Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD), recientemente reformado)– hace treinta años. Pero a ellos ahora se le suman otros mecanismos como las alianzas público-privadas, que según el actual Plan Director son “una vía de incentivación del crecimiento económico para la reducción de la pobreza”. Y, además, la AECID ha previsto distintas vías para la financiación de las asociaciones con el sector privado: desde los instrumentos tradicionales –subvenciones a ONGD a través de convenios y proyectos; subvenciones de Estado bilaterales o multilaterales– a otras herramientas innovadoras, como el FONPRODE.

Incluso, se ha abierto por primera vez una línea de financiación especí- fica para la “cooperación empresarial al desarrollo”: “El sector privado empresarial tiene mucho que aportar a la generación de desarrollo tanto a través de la creación de riqueza sostenida e inclusiva y empleo digno como a través de una serie de acciones paralelas, de tipo empresarial o no, que tienen por finalidad la mejora del entorno y del bienestar de las poblaciones », se decía en la convocatoria que salió publicada antes del pasado verano para que se presentaran empresas y fundaciones empresariales. Por cierto, acaba de salir la resolución de esta convocatoria, y uno de los proyectos subvencionados ha sido nada menos que el de la Fundación Repsol YPF en Ecuador [16].

En tiempos de crisis, “coherencia de políticas”

En el marco de la crisis financiera global, la evolución de las prioridades estratégicas de la cooperación al desarrollo se acelera aún con más fuerza. Y es que, en épocas de recesión, si hacemos caso al presidente de La Caixa “la única solución posible para superar la crisis y volver a crear puestos de trabajo es recuperar el crecimiento económico”, y para eso “debemos buscar nuevas fuentes de ingresos”, “diseñar nuevos productos y abrir nuevos mercados” [17]. Para la patronal la consigna está muy clara: hay que extender los negocios de las multinacionales españolas a nuevos segmentos de mercado para así poder continuar aumentando los beneficios de forma sostenida. Y, según la doctrina económica al uso, eso será bueno para nuestro país porque el PIB crecerá y, con ello, mejorarán todos los indicadores socioeconómicos: “La internacionalización de las empresas españolas es clave en la recuperación de la economía”, concluye el secretario de Estado de Comercio Exterior [18]. No parece, en fin, darse por enterado de casos como el de Telefónica, que en el mismo año en que, gracias a sus actividades en el extranjero, ha batido el récord histórico de beneficios obtenidos por las empresas españolas, ha puesto en marcha un ERE que afecta a uno de cada cinco de sus trabajadores en España.

En cualquier caso, alineando las políticas de cooperación con las reformas económicas y los ajustes estructurales, la Dirección General de Planificación y Evaluación de Políticas de Desarrollo (DGPOLDE) ya ha marcado la senda a seguir en los próximos años: en su documento Crecimiento económico y promoción del tejido empresarial (2010) se traza esta estrategia, que “representa una oportunidad para integrar de una manera más activa y protagonista al sector privado en las acciones de cooperación para el desarrollo, poniendo de relieve su papel como actor de desarrollo”. En el mismo sentido, la AECID ha incluido este año entre sus prioridades de atención sectorial la del “crecimiento económico para la reducción de la pobreza”.

“Lo público tiene que saber dar un paso inteligente hacia atrás para que ese espacio lo ocupe lo privado”, proclama Alberto Ruiz-Gallardón. En un contexto en el que se promueven los recortes sociales y se limita el acceso a los recursos públicos, “nos queda, pues, la inversión de capital privado como principal recurso”, dice el presidente de Acciona: “Sentar las bases que incentiven la inversión privada debería ser, por tanto, la siguiente prioridad de los poderes públicos” [19]. “Se trata, desde luego, de medidas y cambios profundos y difíciles, pero absolutamente imprescindibles”, remata el presidente del BBVA, “si lo hacemos así, la crisis acabará convirtiéndose en una gran oportunidad de futuro” [20].

Hace ya tiempo que en las ONGD se viene hablando de la necesidad de que, desde los poderes públicos, se asuma la “coherencia de políticas para el desarrollo”: según la AECID, ésta “es el principio por el cual todas las políticas de la acción exterior de un país que afectan a países en desarrollo contribuyen al logro de los objetivos de desarrollo y en ningún caso dificultan el logro de los mismos. En otras palabras, se trata de alinear las iniciativas políticas en distintas áreas (comercio, exterior, defensa, inmigración, etc.) para mejorar sus efectos sobre el desarrollo”. Es decir, que habría que pedir que, en coherencia con lo que sería el significado del “desarrollo humano” y “sostenible”, se priorizasen los derechos humanos frente a los criterios de “los mercados”. Y ello vendría a suponer, sin ir más lejos, que se dejasen de hacer negocios y operaciones comerciales con países o empresas denunciados por sus impactos socioambientales.

Pues bien, esa interpretación puede darse ya por amortizada. Porque, utilizando ese mismo concepto pero dándole la vuelta y poniendo el foco en el fomento del crecimiento, ahora sí que tenemos ante nuestros ojos la verdadera “coherencia de políticas”: integrar a las grandes empresas en el sistema de cooperación para apoyarlas en una expansión global que, a su vez, es lo que traerá el “desarrollo”. Pero, parece obvio preguntárselo, ¿para quién?

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*Miguel Romero es editor de Viento Sur, y Pedro Ramiro es investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.

Este artículo ha sido publicado en el nº 49 de Pueblos - Revista de Información y Debate, especial diciembre 2011

Fuente: http://www.revistapueblos.org

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